Esta Tierra...

Ambato sujetaba firmemente el pequeño arco de tejo sin apartar un instante la vista del ciervo que bebía del riachuelo justo delante de él, ajeno por completo a su presencia. Retiró lentamente una flecha del haz que llevaba encima y la colocó en el arma con sumo cuidado. Aguantando el aliento, tensó el arco y disparó antes de que el animal pudiese reaccionar. El cervato se desplomó sobre la orilla, pataleó unos instantes y expiró en silencio.

Tan pronto como la flecha hendió al cervato, salió de su escondite y se aproximó a su presa. Lo miró en silencio y soltó una breve carcajada que limpió los restos de tensión que le habían agarrotado el estómago. Por fin había logrado cazar una pieza decente. No es que se sintiese especialmente orgulloso, pero al menos su familia tendría algo que comer. Sacó su cuchillo de caza y comenzó a despiezar el animal mecánicamente. Al poco tiempo notó como las sombras de los picos se alargaban en torno a él y el frio comenzaba a hacerse sentir a través de su espesa capa de ropa. Se preguntó si podría volver antes de que el sol, velado por densos nubarrones, se ocultase tras las montañas. No era cuestión de ausentarse, y esta era una tierra peligrosa.

No recordaba cuanto tiempo llevaba viviendo allí, pero habían pasado más de diez estaciones desde que bajara de las montañas de Liébana en busca de un lugar para ganarse la vida y, tras mucho deambular, había encontrado un buen sitio cerca del valle de Valpuesa. Era peligroso, sin duda, pero era dueño de su tierra y de sí mismo, como cualquier otro colono, y era libre para formar una familia. Conoció a Oneca en la primavera siguiente. Una jovencita alavesa, tímida y agradable. Le gustó y así se lo dijo y, tras convencer a sus padres, se casaron en la iglesia de Santa María, reconstruida hacía poco. Fue el propio obispo Juan el que ofició la boda. Y, según contaban, había sido preceptor del mismísimo rey Alfonso.

Terminó de preparar los restos del animal con cuerdas de esparto y se los colgó al hombro. Tras echar un rápido vistazo al cielo, comprendió que tenía que darse prisa si no quería que la noche le sorprendiese al raso, pues se había adentrado demasiado al oeste y tendría que recorrer más distancia de la acostumbrada.

Al principio no conseguían tener hijos, y se oyeron murmuraciones por todo el valle contra la familia de Oneca, pues era muy joven y estaba sana. El obispo Juan, en cambio, les animó a no rendirse y les regaló una pequeña talla de la Virgen María, que, según dijo, les ayudaría a concebir. Y así, tras unos meses más en los que alternaban preocupación, miedo y fervorosa confianza, Oneca se quedó embarazada de su primer hijo, Aulo. Poco después llegaron los demás: una niña llamada igual que su madre y Pastor, el más pequeño. Aún se quedó embarazada dos veces más, pero en una perdió al niño y en otra nació muerto. Oneca jamás los olvidaba y siempre que iban a la iglesia se quedaba de pie, delante del lugar donde los enterraron. Ambato también sufrió esa pérdida, pero tenía que soportarla en silencio, por su familia.

Ya había logrado salir del valle, por lo que siguió caminando a buen paso hacia el norte, llevando consigo la preciada carga. Se recreó imaginándose a los suyos recibiéndole, a su esposa corriendo al fuego y a su querido Aulo ayudándole a cortar la carne. Dentro de muy poco ya le podría acompañar o incluso salir él solo a cazar, aunque para eso tendría que enseñarle a construirse un buen arco.

Ambato caminaba por el linde del bosque. Era más complicado que hacerlo por la llanada, pero se sentía más seguro así. No es que temiese otra incursión de moros tan pronto, pero en esta tierra o uno aprendía rápidamente a tomar precauciones o bien lo podía pagar muy caro.

Hacía ya cuatro veranos que los agarenos no les molestaban y, la verdad, prefería que siguiese siendo
así. Hasta esas fechas el temor a que los musulmanes superasen los pasos de las montañas del sur y arrasasen toda la campiña estaba más que justificado. Cuando Pastor era tan sólo un niño de pecho Ambato había tenido que coger a sus otros hijos en brazos y tirar de Oneca hasta el bosque, montaña arriba, para volver más tarde y contemplar sus campos y su casa totalmente arruinados, y aun así dar gracias a Dios por poder volver a empezar, pues eran muchas las familias que habían perdido al menos a un miembro a manos de los agarenos, y esto siempre retrasaba la llegada de nuevos colonos. Pero ahora, por suerte, el Emir de Córdoba estaba luchando en el sur, muy lejos de allí, y no esperaban correrías lo bastante grandes como para superar las defensas de Pancorbo y llevar el peligro a sus tierras.

Ambato apresuró el paso, con ganas de cenar al abrigo del hogar. En breve debería de poder distinguir la silueta de su casa. No había ninguna otra hasta varias leguas al norte, donde estaban menos expuestos y más cerca de la iglesia. Sin embargo el estar pegados a las montañas y en una ladera con tanto bosque les permitía ponerse a salvo con relativa facilidad…

De repente, Ambato vio una densa columna de humo que se elevaba en el oscuro cielo, justo frente a él. Se detuvo, paralizado y con el corazón en un puño, escudriñando su origen. Sólo podía ser su casa.
Soltó la carne y se lanzó a toda velocidad hacia la fuente del humo. Cuando llegó a la linde de sus tierras se paró en seco, mareado por el esfuerzo y la impresión. Allá donde mirara sólo veía suelo cubierto de cenizas humeantes, ya no quedaba nada de su cosecha y su familia no tendría con qué pasar el invierno… Su familia.

Sacó del cinto su cuchillo de caza y lo asió con rabia y, temiendo lo que pudiese encontrarse, prosiguió su marcha hasta que los restos de una cabaña se le aparecieron como un fantasma. Apenas se tenía en pie, herida de muerte y devastada por las llamas. Ambato se secó de la barba dos goterones de sudor con la mano que tenía libre, mientras su mirada escudriñaba alrededor en busca de algún indicio de que su mujer y sus hijos habían tenido tiempo de huir. Rogó porque lo hubiesen hecho.

Tras una angustiosa lucha, su incertidumbre pudo más que el miedo y atravesó el dintel de la puerta sólo para quedarse helado tras dar dos pasos, sin poder asimilar lo que estaba viendo: el cuerpo de una mujer calcinada, tendida en el suelo, medio desnuda y con las piernas abiertas. Era Oneca, su esposa, su compañera y su mejor amiga, su única amiga. Ambato cayó de rodillas, lanzando un grito desgarrador mientras su corazón trataba de salirse del pecho. Se cubrió la cabeza con las manos sin dejar de mirarla. Ya no había nada más que Oneca, su Oneca, y un dolor que nunca antes había sentido.

Las lágrimas le nublaban la vista y el viento que se colaba por las rendijas le helaba hasta los huesos. El cuchillo guardaba silencio, caído en el umbral, mientras Ambato seguía petrificado frente a su esposa. No podía creerlo, Simplemente no podía.

Entonces se dio cuenta de lo que significaba la postura de su mujer, y sintió un latigazo en el estómago que le hizo retorcerse, Y lloró. Lloró angustiosamente, mientras suplicaba al cielo que Oneca hubiese muerto antes. Lloró aún más cuando, como una señal de consuelo divina o perversa burla demoníaca, reconoció la pequeña talla de la Virgen aún asida fuertemente por las yertas manos de su esposa.

No pudo soportarlo más y apartó la mirada lo bastante como para encontrarse, apoyado en un pequeño arcón, los restos de Aulo atravesado de parte a parte y con una azada todavía aferrada en la mano. A Ambato le pareció encontrar reproche en el rostro abrasado de su hijo, como si le dijese que habían muerto por su culpa y que no estaba aquí para defenderles. Quiso responder, decirle que lo sentía, que les había fallado y que no quería separase de ellos, pero ninguna palabra escapó de su boca.

Repentinamente una viga se desplomó muy cerca, levantando polvo de ceniza y haciendo que Ambato se lo tragase al respirar. Se derrumbó, agotado y rendido, con los ojos encharcados, deseando realmente estar muerto.

No le importaba que toda la comarca hubiese sufrido la devastadora aceifa, que las tropas del emir hubiesen arrasado las defensas de los desfiladeros como un vendaval o que los jinetes agarenos hubiesen sembrado toda la Bardulia de fuego y muerte. Y nadie pudo decirle que, cuando la pequeña Oneca vio a los primeros jinetes, ya era tarde para huir; que su mujer había llamado con desesperación a la niña y había tratado de proteger a Pastor mientras Aulo, ya dentro de la casa, les defendía con la pesada azada. Por un instante, le pareció escuchar, como un eco perdido entre las ruinas, a Oneca gritando de horror al ver morir a su hijo mayor, y el golpe que le hizo caer inconsciente justo después. Lo que no pudo ver fue a Pastor contemplándolo todo horrorizado antes de que se lo llevasen.

Jamás se enteró del destino que sufrieron sus dos hijos pequeños. Nunca supo que la pobre Oneca, su niña, iba a ser confinada en el harén de uno de los capitanes moros, ni tampoco que Pastor moriría, dos días más tarde, asfixiado por un bereber borracho que pretendía tomarlo por la fuerza.

Y desde esa larga y eterna noche en la que estuvo de rodillas, velando a su familia, nada más le importó. Ni los centenares de colonos muertos o capturados, ni la heroica resistencia de los pocos refugiados en la iglesia, ni los monasterios devastados ni los altares profanados.

Jamás pudo descansar en paz, aunque logró salir adelante, casi obligado por el hecho de que la vida seguía, con o sin su familia. Y al fin, siete años después, murió valientemente defendiendo de las hordas de Abderramán II el paso de Pancorbo, auténtica puerta de entrada a Bardulia.


Castilla, que así se llamó desde entonces, se convirtió en el hogar de otros colonos que sufrieron tanto o más que Ambato, pero que nunca cejaron en el empeño y que siempre, siempre, volvieron a intentarlo, a reconstruir cada casa, a reconquistar cada prado, sabedores de que esta tierra bien valía la sangre que derramaban por ella.

Luis Ignacio Rodríguez
14-II-2012

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