El Vigilante

Nunca es bueno preocuparse”. Ese era el lema que había hecho suyo Endrik, de 42 años, y que había aplicado a lo largo de su acomodada y monótona vida.

Caminaba tranquilamente por el andén del transporte suburbano de Randstad, la megápolis en la que había vivido toda su vida y el único lugar que conocía. En realidad, no sentía necesidad alguna de salir de ella.

Le gustaba pasear mientras esperaba al tren. Terminaba de trabajar casi a medianoche, cuando ya no quedaban viajeros y podía permitirse el lujo de deambular de un lado a otro. Sin embargo, esta vez las cifras y extrapolaciones que solían acompañarle desde la mesa del despacho se hicieron a un lado para dejar espacio en su mente al tema que le tenía preocupado desde hacía un tiempo: cambiar de compañera.

No es que estuviese mal con su actual pareja, Laura. De hecho, habían tenido un hijo juntos, rubio, alto y de ojos azules, tal y como pidió ella, a pesar de que se dejó el sueldo de un mes en el tratamiento. Pero eso no era suficiente, cuando nació y se lo llevaron, Laura insistió en tener otro, una niña. No es que Endrik no quisiese más hijos, pero otro más habría agotado la cuota de ambos, y sus expectativas apuntaban más alto. No obstante, para eso tenía que encontrar a otra compañera, y ninguna le aceptaría si ya había agotado su cuota de reproducción. La verdad es que le gustaba estar con Laura, pero no dejaba de hablar del segundo hijo, y vivir con ella era cada vez más difícil, por eso se quedaba hasta tan tarde trabajando.

Sí. Estaba seguro. Iba a dejar a Laura y buscaría otra compañera con mejor posición. A un joven como él no le costaría mucho convencer a quien quisiera, y ya había estado preparando el terreno con Heather, la directora de ventas, y con Saskia, una compañera con la que ya se había acostado un par de veces. No tardó en imaginarse los beneficios de firmar la unión con alguna de ellas, o hasta de hacerlo con las dos; algo a lo que ninguna accedería (no con él, desde luego).

Pronto trató de serenarse. Detuvo su paseo, apoyó la funda del portátil y se ajustó, en un tic muy suyo,  el cuello de la chaqueta, para acto seguido reanudar la marcha.

Tenía que tranquilizarse y afrontar con normalidad el problema, porque lo primero era romper la unión con Laura. No era necesario, pero le avisaría con quince días de antelación, como el ciudadano bueno y educado que era. Seguro que tendría problemas, y ella le gritaría o algo peor, como le habían advertido los compañeros de trabajo, pero sabía que soportar esos quince días en su casa le mitigarían casi toda la culpa que le producía el abandonarla.

De repente, otro pensamiento asaltó su paseo: su primera compañera, Yvette, que le acabó abandonando a los cuatro años, deshaciendo todas sus ilusiones de un plumazo. Lo normal es que la unión se hubiese deshecho antes, pero era la primera compañera de Endrik y, en cierto modo, no se lo esperaba. Desde entonces se centró en su carrera para rehacerse, con lo que logró la posición de la que disfrutaba hoy en día. Pero, a pesar de eso, el mero recuerdo de su primera pareja (novia, se atrevía a llamarla en su fuero interno) aun lograba perturbarle.

Nunca es bueno preocuparse”, volvió a pensar para calmarse. Recuperó el ritmo normal de paseo y se obligó a sí mismo a olvidar el tema. Esta noche hablaría con Laura, se lo diría y aguantaría hasta pasados los quince días, y entonces… El tren llegó silenciosamente y se detuvo, y Endrik se subió a él para enfrascarse en su cotidiana riada de cifras y extrapolaciones que hacían de él el mejor supervisor de operaciones bursátiles de la empresa, o el vigilante de los números, como le llamaba su ego de vez en cuando.

*  *  *

Nieuwenhuis observaba atentamente una de las tres pantallas que tenía delante. Se encontraba en una de las muchas salas de control y vigilancia que había en la sección de seguridad de uno de los numerosos edificios pertenecientes al ministerio de Libertad Ciudadana, en Amsterdam. Él era uno de los encargados de la detección de posibles terroristas dentro del área urbana, lo que no lo convertía más que en un simple funcionario, aunque con nivel de seguridad alto, por supuesto.

Hacía ya medio mes que estaba siguiendo a un individuo sospechoso y confiaba en poder atraparlo esa misma noche. Había recorrido la misma ruta todos los días desde hace por lo menos dos meses, y estaba seguro de que pretendía actuar de un momento a otro.

Se recostó sobre su silla para alcanzar más cómodamente los mandos, mientras apuntaba en una tableta electrónica los datos de su captura: “Sujeto PZ-2654. Inicio de seguimiento”. Apoyó el marcador digital y volvió su atención a las pantallas, ajustándolas para mostrar una superficie dividida con una cuadrícula. Determinados cuadrados se iluminaban secuencialmente, siguiendo un patrón, como si la luz se dedicase a dar pequeños saltos, con ligeras oscilaciones, pero siempre en una dirección, hasta que llegaba al límite de la cuadrícula y, tras un pequeño momento de caos, reemprendía la marcha hacia el otro lado.

Tras apuntar más datos en su tableta, Nieuwenhuis volvió a fijarse en la pantalla. El terrorista pronto cometería un error, acabaría rompiendo la rutina y entonces lo tendría. Jugueteó nerviosamente con el marcador, bamboleándolo entre los dedos, buscando fijamente en la cascada de datos de las tres pantallas algo que le permitiese atraparlo. Su nerviosismo no era fruto de la tensión del momento, pues Nieuwenhuis se consideraba un experto vigilante (aunque sus jefes opinaban que no pasaba de mediocre). La razón por la que estaba nervioso era el viaje que acababa de contratar a un paraíso tropical. Había estado ahorrando toda una estación, y había acumulado vacaciones durante muchos meses para poder ir; pero necesitaba una considerable suma para pagarse cierto capricho exótico que ansiaba con ganas, y la prima por capturar a un terrorista de los más peligrosos solucionaría todo el problema de golpe.

Después de pasar tres días justificando su captura a base de grabaciones, análisis financieros e interceptación de sus comunicaciones, ahora necesitaba atraparlo antes de acabar el turno, o su prima llegaría al mes siguiente y no podría contar con ese dinero para el viaje.



—Ahora sí que no te escapas, etter  —murmuró entre dientes. Realmente daba igual, porque ninguno de sus compañeros le prestaba la más mínima atención.

A pesar del aire acondicionado empezó a sudar ligeramente. Los ojos le escocían a causa de la tensión a la que les sometía, pero se negaba a perder ni un solo detalle de los datos que tenía delante. El balanceo del marcador amenazaba con lanzarlo volando a dos mesas de distancia, y el tembleque nervioso de la pierna le sacudía todo el cuerpo.

De improviso, la luz que recorría la cuadrícula aceleró el ritmo, saltando con mayor rapidez hacia el borde superior de la pantalla, yendo cada vez más deprisa, hasta que se detuvo, ocupando dos cuadrados completos. El funcionario apretaba con inusitada fuerza el marcador, apoyándose ligeramente en la mesa. Un tercer cuadrado se iluminó justo al lado de los otros dos, y Nieuwenhuis se apresuró a garabatear frenéticamente en su tableta, para lanzarse a una consola lateral y solicitar acceso a las medidas de alta seguridad.

En cuanto llegasen las imágenes en directo podría justificar mandar a los controladores a detenerle. Volvió a escribir en la tableta, anticipándose a que se tramitase su permiso. “Seguimiento confirmado. Inicio interceptación. Reeducación recomendada”. Trivial fórmula que significaba la detención del sujeto y su inclusión directa en el programa de reeducación, sin que Nieuwenhuis dedicase un solo pensamiento a la ejecución del proceso. No era su problema, y ya tenía la prima casi asegurada. 

Interrumpió sus cavilaciones en cuanto vio el galimatías de gráficos y datos desaparecer de su pantalla central, siendo sustituido por una imagen en tiempo real del andén, donde un solitario y trajeado joven con un maletín se giraba para observar acercarse el tren. Tras un ligero ajuste en los mandos, su cara llenó toda la pantalla, y los sensores térmicos y hormonales detectaron un pico emocional muy elevado, a pesar de que el sujeto no había variado la expresión.

Ya era suficiente, y la sonrisa de Nieuwenhuis rivalizó por un momento con la adusta expresión del terrorista, reflejada en la cristalina superficie del monitor, que se apagó casi de inmediato. Los datos de la tableta fueron enviados con rapidez y al instante apareció un mensaje que le confirmó la detención: el ciudadano Endrix, de 42 años, sería interceptado en la parada de Stadionplein aproximadamente a las 00:52.

Nieuwenhuis cerró rápidamente su terminal, guardó su tableta personal y salió apresuradamente del edificio. Apenas tenía una hora para hacer las maletas.

 *  *  *

El celebérrimo Dr. Verheven, catedrático de la Universidad de Eindhoven, miembro del gabinete del ministro de economía y supervisor político del centro de seguridad central, recibió una alerta interna de nivel 8 mientras cavilaba tranquilamente en su monumental despacho. Reaccionó con lentitud mientras el fuego holográfico proyectaba un recuadro sobre la pared contigua. Verheven observó por unos minutos, impertérrito. “Funcionario desafecto… Presión arterial disparada… Sensores del marcador digital fuera de escala…”.

Revisó distraídamente sus últimos movimientos y descubrió el viaje para huir al otro lado del mundo, la acumulación inusitada de dinero y la precipitación con la que había abandonado el edificio tras hacer detener a su cómplice. El doctor se irguió un poco y marcó una de las dos opciones que aparecían en su tableta digital, “controlar y reeducar”. Se volvió a recostar y regresó al penetrante sabor del delicioso tabaco cultivado en las vegas de Viñales.  

Luis Ignacio Rodríguez 
4-IV-2012
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